Podcat -Abrirse al Espíritu Santo

Francis Kohn

Abrirse al Espíritu Santo

 

« En verdad, en verdad te digo: a menos de nacer de lo alto, nadie puede ver el Reino de Dios », indica Jesús a Nicodemo, el notable judío que viene a interrogarle  de noche, a escondidas. Este hombre recto, sediento de Dios, ha percibido bien que Jesús no era un rabino como los otros. Y cuando Nicodemo pregunta a Jesús cómo es posible  « renacer », Jesús le responde: « En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del espíritu, es Espíritu […]. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu » (Jn 3, 3-8). Estos versículos son como un resumen de la efusión del Espíritu, que se asemeja a un nuevo nacimiento; y de la vida en el Espíritu, que nos permite escuchar el soplo del Espíritu Santo y dejarnos guiar por él.

Es necesario abrirse al Espíritu Santo y dejarse conducir por él, si queremos seguir a Jesús y vivir como cristianos. Para Pierre Goursat, como para muchos otros, el descubrimiento de la Renovación Carismática fue una etapa fundamental para entrar en esta vida nueva, sólo posible si acogemos plenamente al Espíritu Santo. Es el tema de esta charla. Desarrollaré tres partes: Voy a mostraros, primeramente, que la efusión del Espíritu es una experiencia de Pentecostés, fundadora. Abordaré, después, lo que es la vida en el Espíritu. Y os presentaré, finalmente, lo que son los carismas y cómo ejercerlos.

 

I) La efusión del Espíritu, una experiencia fundadora

-1) El deseo de santidad y la toma de conciencia de la propia incapacidad para llegar a ella

Es importante tener en cuenta que Pierre Goursat tenía ya 57 años cuando recibió la efusión del Espíritu en 1972. Y murió a los 77 años. Los numerosos años que precedieron a esta experiencia y a los comienzos de la Comunidad, constituyen, pués, los 3/4 de su existencia.

Tras su conversión, a los 19 años, Pierre deseaba ser santo y pensaba que podría llegar a serlo rápidamente. Se esforzó en ello entre 1933 et 1972, a través de sus estudios, de la prueba de la enfermedad, de la ayuda aportada a su madre en la gestión del hotel que ella dirigía, además de sus diversas actividades profesionales, con una gran fidelidad a la oración. Pero tenía la impresión de que se estancaba, de que no avanzaba. Esos 40 años fueron para él un largo camino de santificación, de pruebas y de purificación, que vivió en una gran soledad. Este periodo es fundamental para comprender a Pierre, ¡que no encontró su camino hasta los 58 años! Testificará más tarde de que, a pesar de sus fracasos y su impotencia para progresar espiritualmente, perseveró, sin embargo, en su deseo y en su búsqueda de la santidad, y que no debemos desanimarnos jamás:

En la enseñanza sobre la humildad, os he indicado que Pierre se sentía muy cercano a Santa Teresa de Lisieux, que había entrado al Carmelo a los 15 años y muerto a los 24. Pierre nos comparte:

« Yo me convertí a los 19 años… Y viendo a Teresa del Niño Jesús, me dije: “Ella murió a los 24 años…, tengo aún cinco años para alcanzarla”. Y empecé, en ese momento, una carrera contra reloj con Teresa del Niño Jesús. Como imagináis, ¡se me puso pronto en mi sitio! Estaba realmente agotado, porque había ido demasiado deprisa. Y entonces me dije: “¡Me perdí una Teresa…, voy a conseguirlo con la otra!” ». Evocaba a Santa Teresa de Ávila, que vivió una fuerte conversión, tras numerosos años en el Carmelo.

Pierre prosigue así su testimonio:

« Teresa de Ávila, estaba bien, porque metió 20 años [para convertirse]. Me dije: “¡20 años…! ¡Yo no tardaré jamás 20 años! Permanecer en un convento 20 años y no progresar… ¡realmente encantador! ”. Y luego me di cuenta de que  yo había empleado 40 años y seguía sin avanzar. Y en el momento en que dije: “Yo no sé cómo salir de ésta; no lo lograré jamás”, la cosa se puso en marcha. Así que, cada uno de vosotros tiene su oportunidad. Ante todo, hay que esperar a que el Señor os llame »[1].

Pierre evocaba así la efusión del Espíritu, que recibió en febrero de 1972. Para muchos católicos, el Espíritu Santo era, por entonces, “el gran desconocido”. Tras haber dejado la Central Católica Francesa del Cine, Pierre estaba en una gran expectativa interior y se preguntaba  qué era lo que el Señor esperaba se él. A finales de 1971, se encontró en París con el P. Régimbal, sacerdote trinitario canadiense, que le habló de los comienzos de la Renovación Carismática en Estados Unidos y Canadá. Pierre comprendió inmediatamente que la Renovación era un don providencial, la respuesta de Dios a la oración que Juan XXIII había hecho al anunciar el Concilio Vaticano II en 1962. El papa había, en efecto, exhortado a pedir un “nuevo Pentecostés” sobre la Iglesia, y había dicho: el Concilio « será como un nuevo Pentecostés, en el que se revigoricen las energías apostólicas y misioneras de la Iglesia, y su ardor juvenil, en todo el ámbito de su mandato »[2].

 

-2) La efusión del Espíritu es un « Pentecostés » personal

Veamos primero lo que fue Pentecostés para los Apóstoles, y cómo las promesas que Dios había hecho a su pueblo en el Antiguo Testamento, se realizaron ese día plenamente.

Desde la primeras líneas de la Biblia, el Espíritu de Dios es evocado como un soplo « que, en el principio, planeaba sobre las aguas» (cf. Gn 1, 2). En el relato de la creación, se precisa que después de haber modelado al hombre para hacer de él un ser vivo, Dios « insufló en sus narices aliento de vida » (cf. Gn 2, 7). Este mismo espíritu vivificante se manifestará  en numerosas ocasiones en la historia de la salvación, y varios profetas anunciarán que será derramado sobre todos. Ezequiel invita al pueblo de Israel a una purificación interior, condición necesaria para su restauración y renacimiento (cf. Ez 36). En una visión, Dios le muestra un valle lleno de huesos secos -que representan la Casa de Israel- y le anuncia  que van a resucitar. Dios pide a Ezequiel que diga a estos huesos: « Voy a poner en vosotros el espíritu, y viviréis » […]. Y sabréis entonces que Yo Soy el Señor » (Ez 37, 1-14).

Más tarde, Joel profetiza una “efusión del espíritu” sobre todo el pueblo: « Derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes visiones.  Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi espíritu en aquellos días » (Jl 3, 1-2).

Por su muerte y resurrección, Cristo viene a realizar esta “nueva creación”, que se manifiesta a la vista de todos, el día de Pentecostés. En la tarde de Pascua, Jesús resucitado se aparece a los Apóstoles y sopla sobre ellos, diciéndoles « Recibid el Espíritu Santo » (cf. Jn 20, 22).

La efusión del Espíritu se caracteriza por dos movimientos concomitantes: uno interior y el otro exterior. Clarifiquemos este punto. Cuando los Apóstoles reciben el Espíritu Santo, comprenden de repente lo que Cristo les había anunciado durante su vida terrestre, y que su espíritu no podía aún percibir (el misterio de salvación). Entran, entonces, en una nueva relación con Cristo resucitado, que trasforma toda su existencia. Se trata del primer movimiento, el de la regeneración interior.

En Pentecostés, se realiza también otra promesa que Jesús había hecho a sus Apóstoles antes de la Ascensión. Les había anunciado: «Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto » (Lc 24, 49). Reciben, entonces, en un instante, esta fuerza nueva; se ven liberados del miedo que les paralizaba desde el arresto de Cristo y su muerte en la Cruz; y se sienten capaces de anunciar la Buena Nueva con un aplomo que asombra a todos sus interlocutores, a pesar de las contradicciones y persecuciones que encuentran. Es el segundo movimiento, exterior, que realiza en ellos este poder divino, dándoles una audacia extraordinaria para dar testimonio, a tiempo y a contratiempo; en ocasiones, hasta el martirio.

La efusión del Espíritu es para nosotros (o debería ser) lo que Pentecostés ha sido para la Iglesia naciente, es decir, su punto de partida y su envío en misión.

 

-3) La experiencia de la efusión del Espíritu fue una nueva etapa en la vida de Pierre

Esos 40 años que precedieron la experiencia de la efusión del Espíritu, fueron para Pierre un tiempo de preparación necesaria, antes de ese “nuevo comienzo”, a partir del cual, se desplegarían frutos abundantes. Así comienza para él una segunda etapa decisiva de su vida. Constata, entonces, una aceleración repentina de la acción de la gracia en su vida. Pierre decía que tenía la impresión de haber sido embarcado en un avión supersónico, en un “Fórmula 1”, que avanzaba a toda velocidad; y que él no tenía sino que “agarrarse” bien tras el piloto… Se da cuenta de que Dios realiza en él todo lo que no había conseguido hacer por sí mismo: « Hemos sido embarcados en una historia fantástica. No es cosa nuestra »[3], decía. Experimentaba un gran gozo y se dejaba conducir dócilmente por el Espíritu Santo, con una gran confianza.

La paz y la alegría son los primeros frutos del Espíritu, como lo indica san Pablo (cf. Ga 5, 22).

Hasta entonces, Pierre había intentado seguir a Cristo, pero había actuado siempre solo. El Señor va a darle hermanos y hermanas, y, en torno a él, una gran aventura eclesial va a tomar cuerpo progresivamente. Pierre fue sobrepasado completamente por los acontecimientos, en este periodo de fundación de la Comunidad, en el que las asambleas de oración se desarrollan en París, con numerosos jóvenes sedientos del Señor, afluyendo en torno suyo.

         La  efusión del Espíritu es la experiencia fundadora que caracteriza a los grupos de oración y comunidades nacidas en el movimiento de la Renovación Carismática. Ella viene, en efecto, a renovar y actualizar en nosotros la gracia bautismal. El Cardenal Suenens, que había sido uno de los moderadores del Concilio Vaticano II – a quien Pablo VI, y después Juan Pablo II, habían pedido que acompañase a la Renovación Carismática – afirmaba que no era un “movimiento”, sino una “corriente”, llamada a irrigar y a renovar la vida de toda la Iglesia. Decía que la efusión del Espíritu es la experiencia que todo bautizado es llamado a vivir, para llegar a ser un “cristiano normal”.

          Y Pierre Goursat afirmaba con fuerza en Paray-le-Monial, en 1975:

« ¡Os lo ruego, hermanos míos! ¡Comprended que la Renovación, es una renovación carismática! ¡No le hemos añadido la palabra Pentecostés, por el miedo tan grande que tenemos a los Pentecostales! Pero, verdaderamente, es un espíritu de Pentecostés; tenemos que comprenderlo verdaderamente »[4].

 

II) La vida en el Espíritu

-1) El Espíritu Santo nos santifica. Es un don de Dios

En la enseñanza sobre la humildad, subrayé que Pierre Goursat tenía una viva conciencia de su miseria. Tener un corazón humilde y pobre es la primera condición para recibir la efusión del Espíritu. Dios necesita que le dejemos todo el lugar, para poder actuar y transformarnos, para colmarnos de su presencia. Pierre explica que, para recibir el Espíritu Santo y dejarle operar en nosotros todo lo que no podemos hacer por nosotros mismos, es necesario tener un corazón de pobre, un alma de deseo: « « Somos unos pobres tipos. Y cuanto más pobres tipos somos, más maravilloso es. Porque ello nos proporciona humildad, nos humilla, y sólo con humildad, como decía Silouan, se recibe Espíritu Santo»[5]. Se trataba de un monje ruso, muy venerado en la Iglesia ortodoxa, que vivió en el siglo XIX, en el monte Athos.

Muy a menudo, especialmente durante la misa –en la epíclesis-  invocamos al Espíritu Santo; pero sin tomar conciencia de que es una Persona divina, íntimamente unida al Padre y al Hijo, en el seno de la Trinidad. Pierre daba testimonio de cómo su vida había cambiado, cuando tomó conciencia de que la misión del Espíritu Santo es transformarnos, renovarnos profundamente, santificarnos. Decía:

« Anteriormente, decimos: “¡Oh Jesús… querría ir de verdad hacia ti!”. Pero nos venimos abajo constantemente. Eso es lo que me sucedió; hasta el día en que dije: “¡Oh, si pudieras enviarnos tu Espíritu Santo…!”. Y acabé por comprender que, si no podía avanzar, era porque no pedía al otro Consolador, al Abogado, al Consejero, que me ayudase. Había comprendido que era el Espíritu Santo, pero no que era el Espíritu santificador »[6].

Pierre descubrió que es el Espíritu Santo quien nos santifica, quien nos renueva.

Durante el primer encuentro en Vézelay, en julio de 1974, Pierre exhortaba vivamente a los miembros de la Renovación -que comenzaba en Francia- a acoger este “nuevo Pentecostés”: « ¡Es verdaderamente un nuevo Pentecostés!, decía. ¡Los católicos han orado por este nuevo Pentecostés, y cuando llega, se sorprenden tanto…!. Tenemos, que cambiar, y es el Espíritu Santo el que va a cambiarnos. ¡Él no espera otra cosa! »[7].

Pierre Goursat afirmaba también: «Es la única oración que es seguro que es escuchada. Si pedimos al Espíritu Santo que venga, vendrá y nos transformará »[8]. Sin duda, pensaba en esta palabra de Jesús: « Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden! » (Lc 11, 13). A Pierre le gustaba también citar a San Serafín de Sarov, para quien el fin de la vida cristiana es  “la adquisición del Santo Espíritu”. El término “adquirir” hay que comprenderlo aquí en el sentido de “acoger”,  pues el Espíritu Santo no se obtiene con una búsqueda voluntarista; es concedido a los que lo desean ardientemente y se disponen a recibirle con el corazón abierto.

 

-2) La efusión del Espíritu nos hace tomar conciencia de la presencia operante del Espíritu Santo en nuestras vidas y nos educa para acogerle como el guía de nuestras almas.

Espíritu de amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo es el don increado y eterno que las Personas divinas se intercambian en la intimidad de la vida trinitaria. Santo Tomás de Aquino afirma que lo propio del Espíritu Santo, es « ser donado y ser Don »[9]. El es el origen de todos los demás dones que Dios concede a sus criaturas. Es lo que San Pablo subrayaba también: « El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado » (Rm 5, 5).

Pierre Goursat comparaba al Espíritu Santo con un magnífico regalo que hemos recibido, pero que no nos atrevemos a utilizar, por miedo de echarlo a perder. Decía, con humor: « ¡Ahora que nos viene el Espíritu Santo, tenemos que servirnos de Él! Teóricamente, tenemos al Espíritu Santo; pero prácticamente no nos servimos de Él. Es un hermoso regalo que nos han hecho. Pero, decimos: “Es demasiado bonito”, lo guardamos en el armario, como si fuera un adorno, y nos decimos: “¡Lo sacaré en las grandes ocasiones!”. Como el servicio de mesa de los días de fiesta. Creemos que, si nos servimos de él continuamente, lo vamos a estropear. ¡Del Espíritu Santo hay que servirse todo el tiempo! ¡Todo el tiempo… todo el tiempo! Y después ya no podéis prescindir de Él. »[10].

El Espíritu Santo es “el huésped de nuestras almas”. Es discreto y no se impone.

En las oraciones al Espíritu Santo, le invocamos como “el Consejero, don de Dios Altísimo”. Él nos abre a la fe y nos une con el Padre y con el Hijo. Pierre Goursat escribía: « El Señor nos hace partícipes de la vida divina, y el Espíritu Santo está ahí para realizar esto en nosotros »[11]. El Espíritu Santo es “el huésped de nuestras almas”. Desea venir a nosotros, renovar nuestra vida; pero no se impone jamás. Pierre recordaba que el Espíritu Santo  actúa siempre con mucha discreción y delicadeza:

« El Santo Espíritu es extremadamente delicado, recalcaba. Llama dulcemente a la puerta y, nosotros, ocupados, no le oímos. Se marcha, entonces, diciendo: “He venido, pero no me han abierto”. Y esto, una, dos, tres veces… Como es muy educado, dice: “¡Perdona!… ya volveré”. Pero al final, piensa que es un indeseado, y se va a otra parte.»[12].

 

-3) La importancia de las virtudes teologales y de los dones del Santo Espíritu

Nuestro cuerpo tiene órganos para desarrollarse, miembros para moverse et para obrar. Poseemos, igualmente, “órganos espirituales” que tienen su funcionamiento propio e interaccionan entre ellos. Son las virtudes teologales y los dones  del Espíritu Santo.

Las virtudes, como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, son disposiciones habituales, estables y firmes, para hacer el bien. Las virtudes humanas, denominadas también virtudes morales, se adquieren por la educación, por actos deliberados y repetidos. Cuatro de entre ellas: la prudencia, la justicia, la fortaleza et la templanza, son llamadas “cardinales”, porque desempeñan un papel fundamental (CIC n° 1805). Estas virtudes humanas deben ser purificadas y elevadas por la gracia divina: es la función de las virtudes teologales.

Las virtudes teologales son: la fe, la esperanza y la caridad. Ellas se remiten  directamente a Dios y adaptan nuestras facultades a la participación en la naturaleza divina (cf. CIC n°1810; 1812). Se las llama “infusas” porque forman parte de la gracia: su función es dar fundamento, animar y definir el obrar moral del cristiano, vivificando las virtudes morales.

Los dones del Espíritu Santo, que recibimos en nuestro bautismo, vienen a  completar y perfeccionar el ejercicio de las virtudes teologales. No son potencias activas, sino órganos receptivos, comparables a antenas espirituales que nos permiten captar la vida divina. Los dones del Espíritu Santo, son disposiciones permanentes que nos ponen en contacto con Dios y nos hacen dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas y para seguir los impulsos del Espíritu Santo (cf. CIC n°1830).

La efusión del Espíritu Santo viene, precisamente, a desplegar en nosotros estos dones del Espíritu Santo, recibidos en nuestro bautismo, que nos hacen dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas. Ellos nos permiten comprender “instintivamente”, por una intuición profunda, lo que nuestra razón humana no podría sino entrever débilmente y con mucho esfuerzo. El Espíritu Santo es el “Maestro interior”, que obra en nosotros y nos santifica; a condición de que estemos “conectados” a él, sirviéndonos de esos “receptores” que son los dones del Espíritu Santo: la sabiduría, el entendimiento, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios (cf. CIC n° 1831, según Is 11, 1-2, que no distingue la piedad y el temor de Dios).

 

-4) La primacía de la vida en el Espíritu, para ser dóciles a lo que Dios nos inspira

La vida en el Espíritu es posible, únicamente, si nos apoyamos en los dones del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es, efectivamente, el “Consejero” que nos proporciona un conocimiento interior que compromete nuestra vida, nuestra voluntad y nuestras potencias afectivas; nos mantiene atentos a las inspiraciones divinas, dóciles a sus “mociones”. Sólo Dios puede conducirnos, orientarnos hacia él y darnos parte en su vida divina. San Pablo opone “el hombre psíquico” o “carnal”, que actúa únicamente por sus capacidades humanas, al “hombre espiritual”, que se deja modelar y guiar por el espíritu de Dios (cf. 1 Co 2, 14-15). Es el Espíritu Santo quien transforma nuestros pensamientos para hacernos capaces de comprender la voluntad de Dios y someternos a ella, como San Pablo indica: «Transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios; lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto » (Rm 12, 2).

Esta vida en el Espíritu, caracterizaba verdaderamente a Pierre Goursat. « Manifestaba una feliz complicidad con el Espíritu », dice un hermano. Con una gran apertura al Espíritu Santo, al que oraba con mucha frecuencia, y una fuerte confianza en su acción, se dejó conducir en el desarrollo de la Comunidad, consciente de que la obra era del Señor. Pierre era muy « carismático », en el sentido de que buscaba sin cesar escuchar al Espíritu Santo y dejarse conducir por él, con una gran docilidad y una escucha atenta a sus inspiraciones. Uno de los primeros hermanos de la Comunidad, que vivía con él en la Péniche, dice de Pierre: « Era profundamente “carismático”; el Espíritu soplaba, y él trataba de ajustar sus velas ».

Esta vida en el Espíritu, daba a Pierre Goursat, igualmente, una libertad interior asombrosa, en todas las circunstancias, como he mostrado con algunos ejemplos a propósito de la humildad. No deseaba jamás dejarse encerrar en estructuras o planes preestablecidos; lo cual le permitía una gran inventiva y audacia en la evangelización. Durante las horas que pasaba en adoración ante el sagrario, Pierre se abría a las “mociones del Espíritu”, que guiaban su acción. Escuchaba las objeciones que podíamos hacerle, cuando pensábamos que lo que proponía parecía difícil de realizar. Y después de haber reflexionado y orado largamente, no dudaba en volver atrás, cuando comprendía que se había equivocado.

Alguien dice: « Se dejó guiar por el Señor y llenar de su gracia, porque era libre con respecto a sí mismo ». Esta libertad, Pierre la recibía de Dios permanentemente y trataba de que los demás fuesen, igualmente, libres y olvidados de sí mismos. Una mujer casada, que conoció a Pierre siendo ella muy joven, afirma: « Era libre como un niño ». Dos hermanos, que formaron parte de la Comunidad en sus comienzos y eran allegados de Pierre, confirman, como muchos otros, este rasgo característico de la personalidad de Pierre. El uno dice: « Pierre era muy libre y nos hizo más libres ». Y el segundo, afirma: « Es el hombre más libre que he conocido ». La libertad de Pierre era la libertad de la vida en el Espíritu.

 

III) El papel de los carismas y su ejercicio

El Espíritu Santo es el principio vital que insufla la vida en el Cuerpo de la Iglesia, asegura la comunión y la vivifica sin cesar. Es “el alma de la Iglesia”, el principio vivificante que la renueva y rejuvenece permanentemente. San Agustín precisaba: « El Espíritu Santo es, para los miembros de Cristo, es decir, para el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia,  lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros » (Sermón 269, 2).

En Pentecostés, los Apóstoles reciben carismas, a veces extraordinarios, para cumplir con su misión. La Renovación Carismática ha puesto en valor estos carismas, que habían sido ampliamente descuidados en la Iglesia católica. A la iniciativa del Cardenal Suenens, el Concilio Vaticano II insertó un párrafo específico sobre los carismas en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, publicada en 1964. Os cito ese pasaje: « El Espíritu Santo no sólo santifica  y dirige al pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios… también distribuye sus dones entre los fieles de cualquier condición, “distribuyendo a cada uno según quiere” (1 Co 12, 11) las gracias especiales con que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mejor edificación de la Iglesia » (Lumen Gentium n° 12).

 

-1) Definición y papel de los carismas

San Pablo habla los de carismas en relación con la Iglesia, que compara al cuerpo humano. Expone: « Así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un sólo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros; pero teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada » (Rm 12, 4-6). Utiliza el término griego “charisma” para designar diversas realidades; pero siempre en relación con la gracia, que es un don de Dios. En el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios, San Pablo desarrolla ampliamente el tema de los carismas y da la definición. Es el versículo fundamental para comprender los carismas: « A cada uno se le da la manifestación del Espíritu en vistas del bien común » (1 Co 12, 1-7). Cada término utilizado, es importante.

-“El carisma se nos da”: el término griego utilizado por San Pablo, subraya la gratuidad del don, que no depende del mérito o de la santidad personal del que lo recibe. Los carismas manifiestan la sobreabundancia de la gracia, a través de la cual Dios quiere hacer cooperadores a los hombres de su designio de salvación. Nos permiten cooperar en el crecimiento de la gracia santificante, que nos dispone a dejar que la vida divina se desarrolle en nosotros. Los carismas son mociones pasajeras, y no una disposición estable que se posea de forma permanente.

-“a cada uno: esta expresión pone de relieve el carácter único y singular de los dones de la gracia, así como la soberana libertad con la que Dios concede sus dones a quien quiere, cuando quiere, y como quiere.

la manifestación del Espíritu: el término griego utilizado, “phanerôsis”, subraya el hecho de que la vida divina nos es revelada, la gracia nos es comunicada. Indica, igualmente, que la acción del Espíritu Santo es, ante todo, dar testimonio del Hijo, glorificarle, manifestar que es Señor.

en vistas al bien común: a diferencia de la gracia, los carismas no nos son dados primeramente para nuestra santificación personal, sino en vistas al bien común, para edificación de la Iglesia. Los carismas concurren así a la unidad del Cuerpo eclesial, del que son como las junturas y ligamentos, « según la actividad propia de cada una de las partes » (cf. Ef 4,16).

Los carismas son una manifestación de la caridad y están al servicio de ella.

No debemos, pués, oponer la caridad a los carismas, haciendo una lectura reductora del capítulo 13 de la primera carta a los Corintios, en que san Pablo afirma el primado de la caridad sobre los carismas. Él ha concebido los capítulos 12 a 14 como un tríptico, y si se leen esos tres capítulos íntegramente, se constata que San Pablo subraya en ellos la importancia de los carismas. Dice, al principio del capítulo 12: « En cuanto a los dones espirituales, no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia. » (1 Co 12, 1), y después, al final del mismo: « ¡Aspirad a los carismas superiores! » (1 Co 12, 31). El capítulo 14 comienza también con esta invitación acuciante: « Esforzaos por conseguir la caridad y anhelad también los dones espirituales » (1 Co 14, 1).

 

-2) Diversidad y complementariedad de los carismas

Los carismas provienen del único Espíritu, pero son muy variados, muy diversos. San Pablo menciona la fe, las palabras de sabiduría y de ciencia, el don de enseñar, la exhortación, el don de sanación, la profecía, el discernimiento de espíritus, el don de hablar en lenguas el don de interpretarlas, el servicio, las obras de misericordia. Cuando evoca la sanación y el discernimiento, utiliza el plural (cf. 1 Co 12, 8-10), sugiriendo así, que existen diferentes formas de cada uno de estos carismas. Los carismas varían, también, en función de las personas que los reciben y de las circunstancias en las cuáles son concedidos. Su multiplicidad manifiesta el hecho de que Dios se adapta a las necesidades tan diversas de la Iglesia, que evolucionan según las épocas.

Los carismas están en conexión e interdependencia; están ligados unos a otros, se apoyan y se confirman mutuamente. San Pablo indica una jerarquía entre los carismas y subraya que permanecen sometidos a los ministerios de los apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y doctores (cf. Ef 4, 11; 1 Co 12, 28).

 

-3) Ejercicio y discernimiento de los carismas

Los carismas son, por tanto, importantes y de gran actualidad en todo tiempo. Podemos ejercerlos en las asambleas de oración, en maisonnée, en nuestros encuentros comunitarios, en las diferentes misiones que nos son confiadas, así como en nuestra vida cotidiana.

Como ya he indicado, los carismas no están directamente ligados a  nuestro “grado” de santidad o a nuestras capacidades naturales: son dones que Dios concede gratuitamente a cada uno para el bien común. Debemos desearlos con una total disponibilidad interior, acogerlos con gratitud y ejercerlos con humildad. Ejercer los carismas supone dejarse conducir dócilmente por el Espíritu y estar atentos a las mociones interiores; pero, también, realizar actos de fe. Puede suceder que recibamos en la oración intuiciones que no nos atrevemos a poner por obra  por temor a la mirada de los demás o por falta de libertad interior. El ejercicio de los carismas nos hace progresar en la fe, en la confianza.

Juntos, podemos ejercer los carismas, apoyándonos unos en otros, estimulándonos mutuamente. Los carismas que recibimos de Dios, no nos pertenecen y necesitamos continuamente del apoyo y del discernimiento de nuestros hermanos. La sumisión fraterna nos mantiene en la humildad y garantiza la justeza de los carismas. Para que los carismas den buen fruto, deben ejercerse « dignamente y con orden », como dice San Pablo, a propósito del don de profecía (cf. 1 Co 14, 39-40). En una gran asamblea, conviene consultar a nuestros hermanos y hermanas antes de avanzar una Palabra; pero a veces la confirmación de los carismas sólo puede hacerse a posteriori.

La audacia “carismática” debe apoyarse en la prudencia eclesial: en efecto, como recuerda San Pablo, los carismas deben ser discernidos por la comunidad y autentificados por la Iglesia: « No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinadlo todo y quedaos con lo bueno » (1 Tes 5, 19-21).

 

-4) Pierre Goursat y los carismas

Pierre Goursat había recibido el carisma del “canto en lenguas en el metro, volviendo a casa después de un fin de semana en el que había pedido la efusión del Espíritu. Lo ejercerá habitualmente en su vida de oración personal, y explicará a menudo que este carisma  nos permite estar ante Dios como niños pequeños, en una actitud de simplicidad y confianza. En los encuentros de la Renovación y en las sesiones de Paray-le-Monial, Pierre animaba talleres de desbloqueo del “canto en lenguas”. Tenía una gracia particular para ayudar a la gente, con humor, a liberarse de la tensión y abandonarse al Espíritu Santo.

Pierre Goursat estaba abierto a los carismas, pero deseaba que fuesen discernidos, confirmados y ejercidos con orden. En las asambleas de oración, Pierre alentaba el ejercicio de los carismas, pero intervenía, a veces, para « reorientar» la oración, cuando se dispersaba hacia todos los lados, o cuando las profecías no le parecían justas.

Pierre tenía “los pies sobre la tierra” y desconfiaba de los fenómenos extraordinarios. Tenía un discernimiento muy seguro y un fuerte carisma de gobierno, un don de clarividencia muy afinado, que le permitía apreciar con justeza y delicadeza las situaciones y las personas. Insistía mucho sobre la importancia del discernimiento de espíritus y recordaba que el primero y más importante de los carismas, ¡es el sentido común! Pierre era, en efecto, muy realista y velaba siempre sobre el equilibrio entre la naturaleza y la gracia. Recalcaba que tenemos que servirnos de nuestra inteligencia y no hacer cualquier cosa, bajo pretexto de que somos “carismáticos”.

Pierre tenía una gran sabiduría, un don de prudencia que le permitió conducir la Comunidad, a pesar de las oposiciones y contradicciones que tuvo que afrontar. Pero su prudencia no tenía nada de tímida o pusilánime. Cuando un proyecto o una decisión no le parecían maduros, los llevaba a la oración el tiempo que fuese necesario, durante varios días o algunas semanas; pero, una vez que había adquirido la convicción de que era la voluntad de Dios, no dudaba, avanzando con una gran audacia y buscando los medios apropiados y las personas que convenían, para ponerlos por obra lo más pronto posible.

Como he tratado de mostrároslo, Pierre Goursat era muy carismático, pero lo esencial para él, era abrirse al Espíritu Santo, ponerse a su escucha, dejarse conducir y modelar por él. El Espíritu Santo nos santifica, nos guía y nos concede, gratuitamente, dones, para que los ejerzamos al servicio de la comunidad y de toda la Iglesia.

Demos gracias a Dios por la efusión del Espíritu que hemos recibido y pidámosle que nos renueve, para que seamos cada vez más flexibles y dóciles entre sus manos. A ejemplo de Pierre, tomemos conciencia de que es el Espíritu Santo quien nos da la vida y nos llama a « avanzar en aguas profundas », a entrar en las profundidades insospechadas de la vida espiritual.

Acojamos con confianza esta invitación, este consejo que nos da San Pablo:

« Yo os digo: caminad según el Espíritu […]. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu » (Ga 5, 16. 25).

 

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[1] Fin de semana de los primeros compromisos en Chevilly-la-Rue, 18-19 junio 1977.

[2] Juan XXIII, radio-mensaje Urbi et Orbi de Pascua, 21 abril 1962; cf. sitio internet del Vaticano.

[3] Retiro de la Fraternidad de Jesús, 30 diciembre 1977.

[4] Segunda sesión de Paray-le-Monial, 23 julio 1975.

[5] Retiro de la Fraternidad de Jesús, 31 diciembre 1979.

[6] Encuentro de Vézelay, julio 1974.

[7] Encuentro de Vézelay, julio 1974.

[8] Retiro de la Fraternidad de Jesús, verano, 1983.

[9] Summa  teológica, I, q. 38 a. 1.

[10] Intervención durante una reunión, 23 de mayo 1976.

[11] Notas preparatorias para una enseñanza, finales de 1971.

[12] Intervención en una reunión, 23 mayo 1976.